Thursday, September 17, 2009

La Tertulia de La Central

He sentido dolor de la existencia. Me ha parecido amarga esa lucha fatal en que se agitan en ruda convulsión todas las razas... Pero yo tengo un corazón valiente... Me agito en el deber sin temer al dolor y la desgracia porque sé que es cobarde quien se rinde y no puede triunfar quien se acobarda... Juan Avilés Medina (1904-1994), en A mi aldea


En los primeros decenios del siglo XX, poquito antes del '20, aquilatándose en plena Depresión, don Manolo Méndez Liciaga abrió La Central, una de las primeras farmacias de Pepino. Allí, Francisco Rosado y Don Manolo, establecieron una tradición: reunir en las noches a los viejos y los jóvenes, montar el diálogo, recontinuar lo que, espontáneamente o por necesidad, tenía que darse para que se organizara el futuro, se creciera consciente y moralmente y la responsabilidad individual y colectiva diera frutos. Porque Pepino, decía, con justicia don Manuel Méndez, ya viejo, no fue un pueblito fácil. No siempre ha sido próspero y feliz. Y, ciertamente, no lo fue entonces. La niñez y juventud del pueblo estaba lombricienta, mucha anemia, uncianariacis, neurosífilis y hambre.

Los poderosos de Pepino han sido rencorosos, excluyentes y arribistas; mucha gente hay que da codo, te hablan por los colmillos, te muerden y te maldicen en privado y sólo se preocupan por lo suyo.

Alguno, más desesperado que optimista, llegó a La Central y abrió su alma enferma: «¿Para qué preocuparnos y mucho hablar? El Pepino vale dos pepinos y los gringos nos tienen del pescuezo. Las familias dan muchos políticos, pero no dan pensadores ni gente que trabaje».

«A los pensadores del porvenir hay que hacerles escuelas por de pronto».

«Y matarles el hambre».

En La Central, a fin de que cambiaran muchas cosas, don Manolo hizo un llamado: Todo el que quiera al pueblo y tenga el tiempo, asómese en la noche. Este es el centro, el círculo en la gracia del progreso. Aquí vamos a vernos sin tapujos. A mostrarnos democráticos, a recordar y querernos.

Años antes, más de medio siglo antes, hubo tertulia por igual y aún sociedades secretas y cofradías; pero, por las persecuciones contra el liberalismo, también choteo y mala voluntad. Lo peor ha pasado. Una pena: ya desaparecieron hasta los casinos obreros. Se acabaría el miedo, tras el pánico de 1898. Quedó más que miedo la apatía que es la peor de las desmoralizaciones; fantasmas de los peores enemigos. En 1892, la tertulia ya existía en Pepino y parecía una cosa de parentescos, porque Juan B. Angulo Liciaga, desde adolescente, fue parte de ella. La Botica de Arcelay lo inspiró, lo mismo que a Domingo Liciaga, socialista, gente que quiso hablar, tertuliar, educarse en la mayéutica de grupo y no encontró con quiénes. Entonces, como chicuelos que fueron, buena escuela, sino la única posible, sería aferrarse a la sorda a la plática con viejos, oyéndolos tal vez y por de pronto. Oirles en la esquina caliente de un establecimiento.

El boticario Antonio Arcelay Arrillaga enseñó a Juan Bautista a despachar medicamentos. Juan aprendía de todo el mundo. Los Juarbe y Liciaga, de los que Don Manuel fue uno, tuvo la misma actitud. Gente así educará pueblos, sino dentro de las aulas, a la sombra de los árboles. Ellos comenzaron escuchando al que sabe; más tarde, fueron como maestros. ¿Quién conoció primero a los que escriben, a poetas y prosistas? ¿Quiénes? Ellos los Liciaga, los Angulo Liciaga y Andrés y Manolo Méndez, en sus tertulias y ¿antes? boticarios con tertulias, improvisadas entre mercadería y potes de farmacia, porque un casino para jugar a la baraja, o dar grandes bailes por Navidad o el Santo Patrón para la gente blanca y recelosa, puede que sea para que Mislán o Acosta lleven sus orquestas y se disfrute la danza, pero, como decía don Manolo, no para que se escuche a Moncho Lira, no para que se discuta libre y críticamente el discurso de Barbosa, o Barceló o Muñoz Rivera, o todo lo que se haya ventilado en la tribuna de la Plaza de Recreo. No es que se grite por escuelas públicas y enseñanza para el pobre y la gente de campo en la botica y que don Manuel se jacte de haberlo sugerido primero.

Sí. Cualquier lugar central, por su medio y su espíritu, puede ser foco de conocimiento. Don Manuel hizo una escuela, o convocó al areito desde el ’20, si así queremos verlo. Una escuela, simbólicamente visible que se llenó de viejos. Una que no discriminó a ninguno que llegara. No se cobró un centavo ni se tenía el ritual del rezo. O de saludar la bandera. O resonar las campanillas. No había que comprar libros. Ni tomar notas ni regresar con cuartillas con temas asignados. Allí estuvo el ateneo originario, uno para el clasemediero. A La Central de Méndez y Rosado, asistía Angel Franco Soto a preanunciar sus nuevas, «la tuberculosis se cura, Manolo». Sí, desde el primer lustro de 1920, se apasionaba el doctor Franco con la idea y el empeño. Allí, entre amigos, contó amores y aventuras en España. «Las gallegas son hermosas, Francisco».

Franco estudió en Santiago de Compostela. Las vio, se enamoró. Supo de lo que estuvo hablando. Juan, su alter-ego, recordó el pasado.

Franco Soto, en materia de damas o de medicina, encarnaba las reflexiones del panteísmo idealista de Hegel. Para él, el mundo tal como nos es dado, es la realidad y, al mismo tiempo, su belleza como manifestacion sensible de la Idea. Tuvo pues una concepción espiritualista del arte y la ciencia; «la realidad puede ser muy bella, Manolo».

Miraba pícaramente: «Con una damita al lado», «una que sepa de pasiones, una gallega».

«¡Te crees todavía un polluelo!», le decía un viejito, maestro rural, Fermín B. López.

«No es éso. Es que las mujeres curan, cuando no castigan. Este es un secreto muy bello».

«¡No hables de vejeces. Aprende del doctor, mijo».

A pesar de que lo eterno se hace manifiesto en el tiempo, Franco no creyó en el ser-en-sí como una voluntad irracional de la que sólo resultan apariencias o manifestaciones ilusorias. «Lo ilusorio no consuela. La felicidad que me la sirvan con resultados prácticos. Con carne y hueso. Lo que pasa es que hay más hambre que carne en la cazuela y la poca carne está enferma».

«Ya corrupta, infectada», agregaron.

Que se reunieran, tan buenos lectores como Franco Soto y Miguel T. Font Díaz, después de su regreso de Utuado y Arecibo a Pepino, convertía la tertulia de La Central en más importante que el Ateneo que en San Juan se fundara por Manuel de Elzaburu. Ahora Tasador de la Propiedad en el Distrito de San Sebastián, Miguelito aportaba sus inquietudes. El listado de filósofos invocados por Font Díaz, Miguel Cancio Cores y Franco, pasaba de Hegel a Kant, de Nietzsche a Schopenhauer.

Font Díaz se autodesignaba un empirista interesado en la belleza de la flora, en materia farmacéutica como los Rabell Cabrero, Cancio, Méndez y Liciaga, y en los aspectos sociales del alcoholismo. A Franco Soto, el tema de los alcohólicos y espiritistas, provocaban el hegeliano divinizado que había en él, aunque la tuberculosis de su pueblo, aludió la necesidad de un super-hombre nietzcheano, cuya virtud fuera la confianza, el valor y la energía, no con los pies en la ilusión, sino en la ambición de progreso.

Miguel de Jesús Martínez, contertulio puntual de la botica, colector de Rentas Internas en el municipio, fue jovial. Le echó gracia, salero y franqueza, a las reuniones. El supo quien es pobre o rico. Supo si sólo presumen de tener o están lamiendo platos.

A La Central, a la escena dialógica de los viejos, llegaba todo tema, todo chisme, toda alegría y sufrimiento. Las palizas que los padres daban a los hijos. Los complejos de ser mestizo o negro y ser casi invisible por serlo en el pueblo. Veinte años atrás, en 1900, un censo dijo que había 296 negros de ambos sexos, gente que había sido esclava o hijos de esclavos, y todo el mundo los vio. Eran útiles para su dueño, o aún libres, fieles al amo que les contratara. Después, pasado el tiempo, por causa de las partidas sediciosas, fue preferible ni mirarlos. A los 1,500 mulatos (que se censaron en 1898), mejor sería ni saberles los nombres ni apellidos. Querrán pasar por blancos y herederos. El régimen ha cambiado pero no el resentimiento. Al Pueblo que no suban. Que se queden en el campo para no saber de ellos... No vale la pena indicar quiénes dijeron estas cosas; pero don Manuel y don Andrés Méndez Cabrero quiesieron que se digan.

La Central es el lugar donde alguien expone o suelta lo que siente. Se saca el veneno. Se libera de ese dolor. Precisamente, éso es lo que ensancha y profundiza la tertulia como el proceso más necesario del civismo y las relaciones humanas. La dyada. La relación primaria con otro y de otros contigo.

Aquellos tiempos de La Central, con su tertulia, fueron los de Manuel Rivera Negrony, Narciso Rabell y Antonio Sagardía Torréns. Por tanto, muchos viejos no quisieron la relación primaria y recíproca con el otro menos consabido. La dyada filosófica no es mística y subjetiva. Requiere una reciprocidad racional. Un sentido explicativo que defina los principios de la realidad y unos viejos comenzaron a retirarse, al escuchar que Pedro y Getulio Echeandía Vélez no quieren que nadie vaya a reunirse con enemigos del régimen.

San Felipe ha destruído la industria del café. Puede que acaezcan otros desastres.

Después del huracán de San Felipe y la muerte de Pedro Echeandía, politiqueros se quejaron ante Getulio que los viejos amigastros de Rivera Negrony, Rabell y Sagardía, salan al pueblo con su pesimismo. Se pasan chagareando con memorias porque son los mismos resentidos que quemaron a los ricos de Eneas, Juncal, Cidral, Perchas, Mirabales y Aibonito. Andrés Méndez le llama super-patriota, héroe rollizo, a todo aquel que fue antiespañol de nacimiento. Decanta, con gloria, el origen humilde de cualquier incendiario y ladrón. Lo hará para que sigan los Méndez liberales, cepa de revolucionarios, consolidándose en el poder del pueblo. «Usted no nos engaña», dijeron a Manuel y a su hermano Andrés, «son jefes políticos y en la farmacia La Central lo que tienen es una farsa de sus viejas campañas».

«¿Qué? ¿Ya olvidaron que su padre Avelino fue el jefe intelectual de los tiznaos?»

«Son masones».

«Independentistas».

Ni Getulio ni Chilín permitirían que la cizaña del masonismo y el populismo interrumpieran la marcha del progreso, tal como lo habían entendido. Manolo Méndez presidía el Partido Liberal y, por veinte años, navegó como chágara gorda en la Junta Central del mismo.

«Se acabó el chisme aquí y el cuarto oscuro», le dijeron. «Ya mangonearon mucho con el pretexto de educar al pobre». Empezaron a dividir la gente. A meter miedo. A don Andrés casi lo expulsaban del pueblo. A Manuel, Andrés Gilberto, Lolita, Antonio y Avelinito, se los tuvo que llevar, con su esposa Juana, a Aguadilla, lejos de la presión de las politiquerías y amenazas del nuevo clan del '28: los Echeandía, Garcia Méndez y Oronoces. Don Manolo Méndez perjuró que sería terco. La tertulia de La Central fue su largo diálogo, no el bastión de su poder.

«¿Qué? ¿No sabe usted que enseñaron a quemar? ¡Fueron ustedes!»

Don Manolo no comía miedo. Subsistió. Rivera Negrony le dio ánimos. El progreso es posible. El sentido de la historia sería la realización de sus valores: lo útil, lo bello, lo justo, lo que creyera siempre.

22-9-1986 /
El corazón del monstruo

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Carlos López Dzur / en Letras Kiltras / Colaboradores / 1 / 2 / 3 / 4 / 5 / 6 / 7 / 8 / 9 / 10 / 11 / 12 / 13 / 14 / 15 / 16 / 18 / 19 / Sequoyah 33 / 34 / 36 / 37 / 38


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