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EL VENDEDOR DE BARATIJAS
“En cada hombre tengo un libro, / cualquier reparo enseñanza, / estudiando la hago buena / que es el más malo, señalan”: Juan del Valle y Caviedes (1651-1697), poeta andaluz
En Lima hay un ingenioso vendedor de baratijas. Llegó de Porcuna (Andalucía), con su tío don Tomás Berjote de Caviedes, fiscal y oidor de Andalucía. Pero a Juan, el sobrino, la catadura humana que lo pinta es peor que un azote y ya se rumora en Lima. Mata con cuchillo de palo, mata y no duele porque las cosas que lo preocupan son más que baratijas o vanidades de la vida limeña. No se oye que el grita pregones, pese a los chascarrillos, no pone nervioso a nadie con la multitud de cachivaches que amontona, o dígase mercancías de su cajón colocado en la Calle de la Ribera, aledaña al Palacio Virreinal.
A veces cruza rumbo a la Universidad de San Marcos y al mismísimo rector, médico del
virreinato, se lo topa. Es quien le pone mala cara porque Juan lo advirtió sobre “los efectos del protomedicato bermejo”
y la adusta antipatía, por tan mínima admonición, se lo come vivo, con ansias.
El poeta de la
Calle de la Ribera tiene mucho de Quevedo y, en el marco barroco de su época,
es juicioso, más humilde que blasfemo, se equilibra en los contrastes intensos,
se detiene en lo grotesco, pero es compasivo. Aun con el médico Pedro de
Utrilla al que llama ‘Licenciado Morcilla’ y ‘Bachiller de Chimenea’ porque es
un negro que reniega de serlo y es lo que Pedro no persona, que se engañe a si
mismo. Si hablara de su negritud diría que es un defecto. “Entonces, es mejor
educarlo desde ahora”.
A los limeños
que observa, cuando entran al Palacio Virreinal, como si fueran, sabios, héroes
y prohombres verdaderos, no les importa que Juan, junto a porciones
mayoritarias del pueblo, se mueran de hambre; no reciban servicios ni el peor
de sus momentos. Cree que sus bocas hieden, por palabras podridas, cursilerías
de estercoleros, y a el no compran ni un jarabe para aromar o purificar sus
alientos. Ni un pañuelillo para limpiarse los mocos o babas que les cuelgan de
los belfos. Es una presunción estúpida que le pasen por el lado. Los vecinos.
Y, de seguro, los susodichos funcionarios, vanidosos hombres cultos de Lima, no
saben el significado de los que van diciendo y, por ello, los clasificaría como
“verdugos del latín”, vándalos contra las artes bucólicas, artífices de
bellaquerías para espantar señoritas, beatas envejecidas y otras en idioma en
desuso y amaneramientos de culto gongorino.
Por su parte, ya
que no hay fortuna en metálico, tomara la vida jocosamente y, en 1683, a poco
de la muerte del fiscal, su tío, quien le dejó alguna centavería para que se
pudiera a vegetar en su casa, en total olvido de Quevedo, Góngora y Argote,
Juan desapareció por un tiempo, en lamentaciones de su vida en pecado, se fue
al pueblo de Maquegna, a cierto campo y se trajo una modesta hembrita. Pero
volvió por sus fueros. Antes por poco y también se moría y ningún médico que
vio se explico sus dolores. Al fin dijo que se curó con amor en 1671 al
aprender que los médicos de bermeja sabiduría son meros “graduados en
calaveras”. Ahora, cuando endeblece la salud en sus riñones, acude a los besos
de su mujercita, le escribe versos con delicadeza amorosa y parece ser santo remedio.
Además lo sana el trato con las gentes sencillas, almas bucólicas del campo que
ya abundan, emigradas a lo urbano.
En la zona
palaciega, donde a Juan del Valle, vendedor ambulante, de nuevo fue visto, los
aristócratas siguen considerándolo un azote importuno. Los pedantes recuerdan
que a Sor Juana, desde México, se atrevió a enviarle versos. Con ella se
carteaba, no para combatir la moda del barroco, sino para cumplir con laurea
critica, como Fernando de Valenzuela hizo a los partidarios del lenguaje
culterano: “Decís que buscareys nuevos
lenguajes […] y juráis de no hablar en castellano, sino en místico? […] harey’s
play to omenaje de guardaros / de decir pan al pan y vino al vino / sino rubio
licor, cocida harina / y de llamar también ultramarina / al lodo al ver a lejos”:
Láurea critica, 1629.
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DE LAS COSAS QUE PEDRO CONTABA
… al cronista Pedro Sarmiento de Gamboa
(1532-1592)
Donde enterraron a Pedro el Cuentero, o lo que haya sido de él,
se ignora. Datos hay, por la edad que tuvo, en relación a una fecha consabida
sobre cuando pudo darse el hecho que muriera, y que iba rumbo a España y antes
fue citado por la reina de Inglaterra. Sus cuentos mataban de risa a los que
creen que saben mucho sobre mares y geografías, así como sobre asuntos
geopolíticos e internacionales.
E Isabel se prestó a conocerlo, luego que supo que Sir Walter Raleigh lo capturó, muy cerca de la isla de Azores. ¿Quién será este embustero afortunado o será acaso cierto que descubrió las Islas Salome y se mantuvo como colono-descubridor del Estrecho de Magallanes?
Se informó a la reina, antes de la audiencia, que Sarmiento tenia expedientes indeseables, sospechoso de engañador y ateo, aunque en su favor se admite que es buen navegante. Lo que no sabían y él se encargó en decirlo es que conoció al dedillo las luchas de Inga Yupanqui con Chuchi Capac, así como las intransigencias de los arzobispos y, prueba al punto, se acordó sobre lo ocurrido en la Plaza de Los Ángeles, ya que en México se le escarmentó con una azotaina pública. Fingió que tenia autoridad para redactar sentencias inquisitoriales, burlándose así de un amigo que se moría de miedo.
La
Inquisición se fue contra Sarmiento, hereje e irrespetuoso del Santo Tribunal
y, de hecho, planificó por castigo que se quemara en la hoguera. El Virrey
Toledo dijo finalmente: “Aunque sea
mentira de poca monta lo que arguye y este un poco chiflado, désele perdón a
ese hombre, anúlese la sentencia a pena de muerte porque es marino valiente y
en el Estrecho donde ronda Francis Drake, terror de los mares, lo quiero”.
Posiblemente, murió en las mazmorras de un palacio francés porque, a la salida de Inglaterra, después de divertir a la Reina Isabel con sus cuentos, a uno de sus corsarios favoritos, uno que hizo avanzada hacia el Sur de Perú, hizo que Sir Drake huyera. Fue en 1579. Es la fecha de comparaciones para inquirir si el Cuentero vive o fue muerto, a poco de verse con la reina-negra-pirata. Sarmiento estaba a la cabeza de un buque expedicionario, en vela heroica, y el Virrey peruano le dio entonces un rango como protector del Estrecho ante intrusos enemigos de España.
Fue el Rey Felipe quien lo nombro Gobernador, le proveyó 23 naves, lo doto de 3,000 súbditos para que comenzara a poblar el área. Entonces, protegió la fecha de olvido. Datos hay, por la edad que tuvo, y documentos en relación a una fecha consabida sobre cuando pudo darse el hecho que muriera, porque el cuento de risa es que vive, sobrepasa su edad a los dos siglos, o tres, y por sus cuentos vive en el presente todavía.
Desde
1581, poco mas o menos, celebres colonos, sus hijos y nietos en el Estrecho
aducen la existencia de Pedro Sarmiento, el Cuentero, como si se tratara de un
santo matador de piratas y hugonotes, conocedor de las tierras de los incas,
indígenas de México y mayas guatemaltecos. Los niños del poblado ‘Don Felipe’
(de Magallanes) que personeros de Francia mataran de hambre en mazmorras de su
imperio al fundador Don Pedro. Aun declaran que lo ven entero, esbelto, sin
edad de cansancio, en triunfo y con su humor jocundo. Se transportan en balsas
por ir a verlo a la isleta del Nombre de Jesús en el Estrecho, que hizo su
lugar favorito. En presencia de niños tan curiosos, exhibe artes de taumaturgo.
Escribe con tinta mágica cartitas de amor para que adolescentes enamorados las
entreguen a sus niñas favoreciéndolos con el ‘te quiero’, o las promesas de
amores carnales.
Aseguran otros que, en la isleta Nombre de Jesús, Sarmiento puede dar anillos benditos en la tradición de Melquisedec. El mismo los fabrica y se los pone en los dedos a los interesados en participar en el éxito con los poderosos, éxitos en las victorias de guerra, en la conquista de riqueza y fama con las mujeres. Utiliza esencias de gálbano, el pacholí y el romero. Dicen que Pedro el Cuentero, Sarmiento milagroso, cura la flacidez del pene, incentiva a las mujeres apáticas, da masajes con aceite a las hermosas para mantenerlas apetentes y, con las feocias, aplica sus teses de mejorana, advirtiendo a todas: “Hay aromas que sanan, mas lo común es que existan aromas que meramente perfuman”.
Cuando
se inventaron el cuento de que Pedro tenía un espejo maravilloso, mediante el
cual era capaz de visualizar el futuro, fue la Iglesia y el Gobierno el que
circularon tal mentira como un modo de hacerlo rival por embustero. El
Arzobispo de Lima considero tal hecho como su oportunidad de para condenarlo al
‘destierro perpetuo’; pero, como lo dice a los niños y colonos en el tranquilo
islote, ‘yo nunca tuve un espejo como ese y no lo necesito’.
Nunca creyó en
otro mito que su propio hacer aventurero, aprender y no tener miedo, tomar la
vida con alegría aun con la suma de dolor y riesgo que ella trae. “La esperanza
es el espejo del poder de futuro que llevamos dentro”.
10-02-2000
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DE LA MEMORIA DEL OBISPO
… el olor por el alma se reparte; / este deleita, aquella da frescura; / mas bien, mirada es toda de tal arte / que no hay olor sin parte de belleza / ni virtud que en su olor no tenga parte: / Obispo Bernardo de Balbuena (1561-1627)
Las almas son valvas benéficas sobre islas encapsuladas e impregnadas por aceites esenciales. Son cardamomos necesarios que se hilan, a través de cilantros del bioma, anima mundi, con vinculantes redes neuronales, activadas con fosforo y aroma. Allí, como en la islas, el habitáculo límbico se gobierna como emoción que es reina. Y tal reina, Poesía, quiere al poeta-amante, proveedor y apetente, como un sacerdote vestido con las fibras de los gálbanos de lavanda y jazmín. Inevitablemente, esta es la ultimidad viva que impregna la Psiquis, la Fuente arcaica de la vida toda.
Hoy,
año de 1625, con su alma de manzanillo y su olor de canela, el Obispo que
partió de Santo Domingo a San Juan, se presentó en la Catedral tras saber la
noticia. Fray Balbuena, varón de barba dura y cana, dos cachos de mejillas como
valvas dulces y suaves y manos de maneras barrocas, pero que todo lo escarban,
por un afán de siembra y búsqueda de elixir, comenzó a cuantificar, medir lo
que han dejado y, si de veras, hay perdidas para echarse en lamento. Casi
nunca, según lo aprendido, quedan las cosas realmente arruinadas.
Esto aprendió cuando llegó de España a Guadalajara, creyendo que su tierra moriría ese día. Un día creyó que Guadalajara se perdía y fue a parar a Jamaica; pero fue en Jamaica donde su piel se aromó de canela y recuperó todo lo que creyó que perdía. En Puerto Rico, donde comienza la siembra de jengibres, hay un misterio que lo embarga y se siente como el abad, en tierra jamaiquina y el sacerdote de paso por Guadalajara y regocijado cuando la gente dice, ‘ah, padre, no exhuma incienso usted, me huele a amaro, su piel fue aromada de canela’.
Incendiaron
la Catedral. El gesto es indecible, mas la estructura volverá a reconstruirse.
Lo que cela, o lamentaría si fuese el caso, es que ocurran daños allí, en
determinado aposento donde guardó sus flores, sus libros, las memorias de lo
que llamara la ‘grandeza’ mexicana, jamaiquina o dominicana, o de cada nación
por la pasa. Y, sin vacilar, penetra al lugar. Cotejará los tesoros que han
sido como un deleite de Ovidio, o un recuerdo de Virgilio, ofrecido con gestos
olfativos, provistos desde la Arcadia. De este modo, acercado a una pequeña
urna, a riesgo de sentirse contrariado y herido, se inclinó a examinar. Apenas
estaba destapada, pero sintió el olor de su verdad. Salía tan tenuemente, a
lento trasgo, vaporosa como a cuenta-gotas. Guardaba la frescura de la ocasión
en que apresó su pensamiento, y lo hizo palabra de jardín, valva benéfica para
el alma de los lectores, visión mística de una danza en la espuma de un
remolino en las aguas, espuma batida a los pies del loto.
Ahora
se extasía con la sensación de un viento selvático que apagaría todo fuego, empujándola
sobre una cantarina lluvia que caerá entre cedros y estructuras madereras y
caobas que servirán para contener el peso del techado. Hay tormenta de amor
dentro de la catedral. El religioso, nacido en Valpeñas, examina sus potes,
macetas de flores aromosas, sus papelerías…
“Una
lástima que todo se haya perdido por el fuego’’, le dice un ayudante,
compadecido al ver a Balbuena tan callado, semi-ausente, embelesado.
“No
todo. Lo mejor queda. Su verdad, la esencia. Quedan los olores”, contesta, “los
holandeses no se llevaran lo que es únicamente valioso para nosotros, lo espiritual
que no comprenden, sea en Jamaica, o San Juan, o Guadalajara”.
La
poesía estaba allí como el alma sentida; "aquí, en esta urna, ojala que yo
descanse o lo que sea de mi si he de morir en cenizas”. Cortó al rato, por no
tanto ver la condición del patio y despasear por dentro y fuera de los predios,
una hojas de menta y se preparó una infusión que cocinó, hirviéndolas, desde
una sala sin techo; se gozó el fuego lento y el agua que danzó en la cacerola.
“Aun me deleita, como a Ovidio y Virgilio, el olor de claveles y rosas, aun la
menta en mis labios. No se ha perdido todo. El olor por el alma se reparte.
Esto sigue bello como el día que entré como obispo. Aquí hay mucha belleza,
hermano, y verdad, mientras se retenga este olor hay capilla y catedral, hermanito”.
23-08-2000 / CARLOS LOPEZ DZUR
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