A diez calles, por lo menos, te vieron...
Que me contaran no fue necesario, te corté el paso
y te llamé, pero cruzaste de largo.
Te metiste en una luna de maula:
eras la Maya que niega, la proyección
que engaña, la víctima que condena.
En Harbor Avenue medio-vacía
por causa del evento, Memorial Day,
homenaje a grandes héroes
y familias crédulas al virtualismo entronizado,
te vieron y me cuentan que pasaste
comiendo culpas que los demás te transfieren.
Tú tomas y dejas, surtes y olvidas.
Este es tu consuelo, por lo menos.
Vestida ibas con gracia de tus nalgas.
Plata líquida en tus haldeares,
intensa virtud, tus piernas
y el movimiento de tu sieso,
¡qué delicia, mayativa, descocante!
Con fortaleza y audacia te exhíbes.
Con pantaletas azul celeste
de tu antiguo cielo, atrapas.
Robaste el privilegio de ir en desvergüenza por la calle
y echaste la escandalosa durante el Día Solemne
y estos robocops del Estado Vigilante
nada dijeron aunque díste la nota discordante,
ramera caprichosa, efeba desobediente.
A cambio de dinero admitíste la gumía,
la daga turca y la exacción, te díste precio
por vender jera y placer al mejor postor, así me heríste,
Luna de la tarde, madre de la noche.
Llevaste tus senos perfectos,
quirúrgicamente diseñados.
Tus labios como flechas de ballesta
daban besos. Tu saliva debió ser
como lava de volcanes porque
quienes te compran chupan del bote
y son felices.
Se repiten en noches contínuas de macanda
y tú con ellos, fletera, y ellos contigo, son felices.
En los quintos infiernos no es donde te buscan;
eres ya accesible objeto de la calle, tu jarana lasciva
tiene hoteles a tu paso, coches que te llevan
donde quieras por servicio, nenorra.
Fuíste la única puta que salió a la calle
a proyectar su verdugo interno, amenazante.
Duro y parejo te dan y tú resistes.
Yo no. Te perdí, capulina, y estoy triste
porque yo también amé tu araña venenosa
y sus precondiciones instintivas.
3.
No soy yo quien te culpo.
No que haya dejado de quererte.
Yo abrí todas mis moléculas
cuando ví tu Luna llena y eras sacerdotisa
de tu propia llama; yo te llamé
Mi atracción, gravedad del ansia.
Te entregué mis ladridos.
Por un fulgor de tu aroma masturbé
cada espacio de penumbra, el que tú iluminabas,
porque eras ya Una en mí y yo contigo, el Todo.
Me enseñaste a agrandar mis pupilas
y me asomé a mil ventanas
cuando te posabas en la noche,
gentil mariposa caída a mis talones.
Nada te escandalizó entonces.
Tú, sin jerarquías, nada prohíbes.
Te dispensas, entera, peludona,
tersa como rosa de piel,
tenuemente naranjuda como papaya
y sandía, melón abierto,
para mutua algarabía.
Tú, espiona, por revelar el caos,
la compresión infinita
con su deliquio singular y dulce,
te pusíste a gatas y a danzar
locamente, a perderse, a clavarse
en giros del cósmico espín gravitatorio
y ¡gozamos pues que tarde fue!
tú, entorchada con el rabo a mi deseo;
yo, hundido en tu íntima anonimia.
¡El éxtasis! lo eterno.
¡Sí que fuimos dionisíacos
antes que se cumpliera la plenitud
de los tiempos del profeta;
sí que sabíamos de ángeles / sátiros
y de monismo puro,
sí que estuvíste satisfecha de la verdad
de tu cuerpo, tu templo femenino,
ovario ctónico, el monte santo
donde la zarza encendida fue pez
con hocico caliente y su estallido viscoso,
jalea del pan con que brindo, vino
que bebíste conmigo!