Cuando Ana se tendió
sobre el mar de Mármara
en los tiempos de Pérgamo y Bitinia,
yo estaba enamorado de su cuerpo
y no le decía perra negra,
ramera, inmundicia.
Ella era una griega con rostro perfilado,
una estatua de carne que asentía
porque el cuerpo no es ilusión
sino un camino húmedo de labios.
Me acuñó sus monedas, me dio besos
y la pasión se fue a una curva
con la forma de asíntota,
y yo separaba sus muslos,
para que fueran tangentes arqueadas,
abiertas e idas al encuentro del Egeo
y sí, la amé porque me amaba
antes que a los romanos.
9-5-1988
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