El fue mordido a balazos,
por una súbita boca, salvajemente armada
en dentelladas, enmudecida
en proceso lento sin canciones.
Un graffiti quedó por expresión
antes de irse a la caverna oscura
donde no fluyó el agua, sino ráfagas
de balas y polvo y viento de sequedal.
Lo sorprendió la muerte en frío,
lo admitió como una semilla congelada.
El homicida fue tan mudo como él.
También entregó el pecho
a un tajo de cuchillo que no se esperaba.
Se comunicaron con ojos
que jamás se abrieron a la luz
y el nuevo cuerpo se rodó
sin haber crecido, erguido y duro,
como vara transmutada
en magia de cimientos.
Uno sobre el otro eran dos fardos
sin nada, vacíos; les faltó
una belleza que vibrara hasta alcanzarlos,
olas de sustancias
que les llamaran hermanos,
sinapsis de gestos y proyectos
íntimamente consolantes y creativos.
Víctima y homicida se mataron
y el espacio en la noche
se quedó inconmovible.
9-13-1979
De Tijuana, dolor de parto
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