Has pasado por la calle sola.
Como un anheloso adoquín
gocé tus pasos, miré en tu coxis
y me llené de una memoria
que ya mi vejez lame en el alma,
en los ojos, en lo incógnito
en la sideralia de luces fatuas,
pero es supremo el agasajo...
¡Resurgieron deseos de abrazar, acariciarte!
... aunque no se pueda, orgullosamente,
mirar a tu rostro y darte nombre
y quererte con toda juventud.
En la anonimia, eres la coherente inmensidad
que nos separa, el grito insolente,
el cobarde arrebato de la chusma,
pero no pierdes nada.
Tus muslos son retruécanos de luces.
Tu talón unA sandalia de Mercurio.
Tu vulva ha de ser la morada de los dioses;
tu belleza está prohibida
al polvo que se vence en la molicie
del mendrugo, a los tiempos derrotados
de la arena, a la dureza aborrecida
por rencores e ineptas ansias del caos.
La virtud que algún día se aproxima
hasta tu alma te bendecirá igual
que yo cuando estoy ciego;
pero, si estoy preso en tí,
tentaciones de tus caderas y te gozo
y porque meces el gozne del gravitón, te amo
porque juegas con las polaridades.
¡Ay, ya te puedo querer sin que me quieras,
ya te puedo tentar, sin que me tientes!
¿Quien pudiera ser tan joven como tú,
quién, sombra perdida y perenne?
¿Quién saltará del adoquín, gris o negruzco,
por tu origen tu estrella, quién haría
del rojo de tus uñas su pequeño beso,
y sobre la araña de tu clotis,
en tu esquina más alta
treparía en aras de cielos de Nut,
aferrado a peldaños y deslices
de muslos, de nalgas tersas y túrgida
y, ad initio, tus adorables piernas?
Del libro Tantralia
de Carlos López Dzur
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